Hace unos meses irrumpió en el escenario patrio el denominado Centro de Ciberseguridad Industrial, CCI. Sus creadores, tres encomiables profesionales, manifiestan que es una organización independiente sin ánimo de lucro, palabra esta última que significa “Ganancia o provecho que se saca de algo” (RAE). No está de más apostillar aquí que, formas jurídicas aparte, las entidades sin ánimo de lucro pueden ser igual de buenas o de malas que las declaradas con ánimo de lucro.
El CCI, además, sostiene que ha nacido sin subvenciones. Da la sensación de que esto se esgrime como algo positivo. Y lo es, porque si tal circunstancia perdura en toda la riqueza del significado de tan polisémico vocablo, la vida de este Centro –si no intervienen agentes distorsionadores del natural devenir– se irá desarrollando en base a una dinámica de financiación guiada por la evidencia y la percepción que tengan los aportadores del grado de cumplimiento de su loable fin; a saber: impulsar y contribuir a la mejora de la Ciberseguridad Industrial en España y Latinoamérica.
La ciberseguridad industrial no existe; pero sí, desde luego, la necesidad de aplicar ciberseguridad al “entorno industrial”, un rico caladero en el que apenas ha empezado a faenar el ramo de oferta de seguridad TIC. Y en esa batalla está el CCI, que, además de haber diseñado un Mapa de Ruta de la Ciberseguridad Industrial en España, organizará en Madrid a primeros de octubre su Primer Congreso Iberoamericano, al que es de desear que acudan expertos de áreas industriales (propietarios del riesgo) para transformarse en demandantes convencidos y, en consecuencia, en vez de optar por crearse su chiringuito, soliciten colaboración a los CISO de sus empresas para participar por derecho propio y con decisión en el macroproceso corporativo de gestión de la seguridad, la continuidad y la privacidad, que es lo suyo.