El jovencito Innovenstein

Érase que se era… una cibercriatura que quería cobrar vida y darse un sentido. En esto, el instigador de la cosa, galeno soñador inasequible al desaliento, cruzó los dedos y redobló su empeño en dar curso al moderno Prometeo del siglo XXI –en estos lares, el I+D+i en Ciberseguridad– aprovechando la bonanza de los vientos continentales de la innovación. Sí, la ocasión la pintaban calva, o sea digital; era hora de que su ansiada creación emergiera de una vez. Mary Shelley lo hubiera visto con buenos ojos.

Aunque históricamente el devenir de lo suyo siguiera pintando chungo, pues no en vano en su terruño solo se dedica el 1,24% del PIB a I+D, ignoró tanto los cenizos vaticinios como las lapidarias matracas de los Ortega y Unamuno con aquello de “…La España invertebrada” y “…Que inventen ellos”, y enfiló el futuro, para no llegar tarde.

Sus deseos de conferir vida e impulsar a este precario tapiz español tan tópicamente manoseado, rebosante de retales, descosidos y harapos, aconsejaba hacer acopio lo más rápido posible de toda víscera y quincalla tecnológica a su alcance para tratar de modelar el constructo a tiempo.

En un país bisoño de miras, muy esmerado en dejar a la intemperie a sus alumnos aventajados, estigmatizante de los temerarios que se lanzan a las piscinas, y con histórica querencia a sortear molinos, el deseo de obrar distinto para obtener al fin un logro diferente no era empeño trivial.

Aun así, encaramado al flamante catalizador del I+D+i en ciberseguridad como ente vivificante y transformador, descubrió, clasificó y reagrupó todos los pedazos corporales disponibles, puso orden en ellos, y se las ingenió para que conformaran un prometedor esqueleto acrisolado de potencialidades, lejos de los clichés pesimistas que de siempre obturaban el ilusionante perfilar de la creatividad innovadora.

También, el alocado doctor se sacudió de encima el atolondramiento de lo privado y el intervencionismo no pocas veces inane de lo público, maridó piel y huesos en autorregulada y libre competencia de sus actores, cocinó en punto de equilibrio las líneas torcidas de la fatídica inercia curricular de ambos y se dispuso sin prejuicios a poner en marcha el innovalab en su castillo de ensoñación transilespañés. La ocasión era propicia, los rayos tronantes de la invención chisporroteaban y la energía de la modernización ansiaba nutrirse del suculento porvenir que se avecinaba.

Llegada la hora, desechó sus temores, desempolvó el polvoriento manual de su antecesor Brooks, se enfundó la sapiente bata de Wilder y al son del relinchar de la sudorosa inteligencia asistencial que a su lado comparecía, apretó el postrer comando que desataría la ansiada creación. De repente todo atronó y un resplandor cegador inundó el momento estelar.

Satisfecho, el jovencito Innovenstein entreabrió sus deslumbrados ojos alcanzando a ver ante sí su postrera creación: ¡Había cobrado vida! ¡se hizo el I+D+i! Y vio que era bueno.

Con todo no pudo evitar recordar que su fiel escudero, Igor –AIgor para los amigos– justito antes del acto final le admitió al oído haber errado en la correcta recolección de órganos de primera, así como del cerebro apropiado para implantar en la criatura, que justo en ese momento abría los ojos y farfullaba… mmmmmmm.

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