Espejito, espejito ¿está linda la red?

A tenor de estos vistosos tiempos, me ha venido el recuerdo –bien asentado en la retina– de los míticos dibujos animados Looney Tunes (Fantasías Animadas), de la productora estadounidense Warner Bros., en los que un pizpireto canario advertía siempre de la llegada de su enemigo gatuno con la famosa frase: “He visto un lindo gatito”. De esa cursi guisa, Tweety –aquí era conocido por Piolín– manifestaba su intuición de que se cernía sobre él la amenaza sempiterna del depredador Silvestre.

Con este flash de recuerdos en la mente, la verdad es que de un tiempo a esta parte cierta red profesional de todos conocida se está haciendo diario eco y a mansalva de ‘informaciones’ banales repletas de trivialidad infoxicante que desnaturalizan el inicial interés suscitado por nutrirse de información útil volcada en una red especializada aportada por integrantes que, de primeras, también deberían serlo. Todo sea por su fascinante tirón.

Pero lo cierto es que de manera creciente la catarata de información allí vertida tiende a ser absolutamente banal, pelín narcisista, irrelevante o fuera de lugar, y desluce, cuando no desalienta, su periódica visita. Con la insistente coletilla “…aquí os dejo…”, ingentes seres al parecer muy necesitados de aprobación grupal –obtención de titulaciones, presencia en saraos…–, colapsan el muro con intrascendencias que opacan las informaciones útiles que, también y sin duda, se vuelcan y aportan valor a la susodicha red, y por ende, al profesional que de ella debería sacarle jugo para una mejor excelencia en su labor.

Este desmesurado exhibicionismo de pasarela alcanza cumbres visuales con posados que ya quisieran los más afamados reality shows televisivos. Para ello, no faltan cebos náuticos, michelinados culinarios, incluso hachas arrojadizas liberadoras de estrés o lo que se tercie para concitar la atención, sin olvidar a los/las campeones/as de la imagen congelada con su siempre bien posicionada sonrisa al servicio de los likes.

Estas prácticas, aun siendo legítimas pero plagadas de superficialidad y ligereza, no auguran nada bueno porque si seguimos por este camino de imparable ‘spam lúdico’ y exhibicionista, a no mucho tardar la utilidad de esta red quedará irremediablemente dañada. Bien cabe imaginar por qué a los paracaidistas y ciberjetas mercantilistas de todo pelaje, ante un tema hoy tan ‘sexy’ como es el nuestro, se lanzan inmisericordemente a ordeñarlo y a muchos de sus incautos protagonistas, que sucumben a los cantos de sirena chachi por unos segundos de efímera viralidad.

El postureo, sea bienintencionado o no, alcanza a veces sonrojantes cotas al leer las autocatalogaciones con las que los aludidos se bautizan en su pedigrí linquediniano para enfatizar su querencia por el oficio. En ellos, proclaman a los cuatro vientos digitales ser ‘apasionados’ y ‘obsesionados’ y sentirse “excitados” por la profesión, en una, sin duda, proclamación de estados emocionales laborales pre-orgásmicos. También existe lo contrario, el quejío de esos colectivos, ya maltratados ya minusvalorados –no sin razón–, de los cuales el sector aguarda expectante a gozar de su desembarco masivo-igualitario y a descubrir las aportaciones relevantes aún en el tintero.

Si la malvada bruja de la bella del bosque durmiente se asomara a esta red toparía con un tropel de competidores en su ánimo diario de consultar al “Espejito, espejito” cómo de linda está la red, y cómo de linda está su red.

Pero más allá de la ciberseguridad mona, cursi, ‘canalla’ y ‘diver’ del ágora social está aquella otra, la de afuera, mucho más maléfica, en la que el día a día se torna áspero y sombrío. En su seno, la tercera industria más poderosa del planeta, el cibercrimen, campea a sus anchas: se prevé que mueva ocho billones de euros al año, 667.000 millones al mes y 154.000 millones a la semana. Unas cifras descomunales que suponen unas pérdidas causadas de 913 millones por hora, 15,2 millones por minuto e, incluso, 255.000 por segundo. Ahí es nada.

Con este inquietante panorama, la ciberseguridad necesita de profesionalidad genuina, madura y consistente y no de cybersinginmornings de mercadillo, arribistas de la vacuidad y extasiados. De lo contrario la chusma delicuencial se seguirá descojonando de nosotros y, al tiempo, forrándose.

Tampoco mantener el tipo a quienes se les encomienda la llevanza de la ciberprotección es ya asunto trivial y molón. A las desmesuradas dosis de estrés que conlleva cumplir con soltura las diversas especialidades que la conforman, se le suma que la guadaña –injusta o no– está al alza en su propósito de segar trayectorias profesionales y salvar la cara de los de arriba. Y si no, que se lo digan al presidente de la agencia de ciberseguridad federal, Arne Schöbohm, destituido por las autoridades alemanas, por haber figurado en la filial teutona de una empresa de ciberseguridad rusa, y por abogar por una ‘colaboración cibernética más estrecha’ con la autocracia de Putin o por la declararación de culpabilidad al CSO de Uber, Joe Sullivan quién ‘encubrió’ una brecha/violación de datos acontecida en 2016 que afectó a 57 millones de usuarios y a 7 millones de conductores de la plataforma de movilidad.

Sin descascarillarse las uñas y pringarse de grasa en las salas de máquinas y de dirección, no es posible el correcto y enriquecedor desempeño de la profesión. Empieza a resultar cansina la ciberseguridad sobremaquillada. Quienes sí estamos –y venimos estando desde siempre– dispuestos a pelearla y mejorarla, la queremos sin tonterías. No es un juego porque, ahí fuera, la linda ciberdelincuencia pica. Araña. Y muerde. Vaya que si muerde.

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