¿A qué temperatura arde la IA?

En las pasadas Navidades fuĆ­ obsequiado con una preciosa edición ilustrada del clĆ”sico de Ray Bradbury ā€˜Fahrenheit 451’, la cual acabo de revisitar gustosamente treinta aƱos despuĆ©s de mi primera lectura. La actual ingesta ha fructificado en una nueva mirada del escalofriante y afamado relato y me incita a poner al dĆ­a algunas reflexiones ante esa compaƱeira vital que irremediablemente se nos ha adherido sin pedir permiso, la omnipresente IA.

En la novela, Ray mostraba una sociedad zombificada, vitalmente mustia, ante la imposición dictatorial de prohibir el consumo y posesión de libros, nefasta herencia enturbiadora de la buena salud mental de una ciudadanĆ­a pĆ”nfila y dócilmente ejemplar. Para impedir la daniƱa lectura, una cohorte de sofisticados ā€˜bomberos’ –camión y manguera en ristre– churruscaba sin contemplaciones cualquier intento de saltarse el autócrata mandamiento. Sus acciones deyectoras a 451 grados fahrenheit carbonizaban letalmente el soporte acogedor de miles de aƱos de conocimiento y creatividad, y no pocas veces tambiĆ©n a sus ilĆ­citos poseedores. Pero he aquĆ­ que, precisamente, uno de los propagafuegos, Montag, preso de la duda, acaba rebelĆ”ndose de su mortĆ­fera encomienda y en Ćŗltima instancia acabarĆ” alistado en el bando rebelde, bando que, para preservar el legado alojado en los libros ya prohibidos, sagazmente los memorizaban para perpetuar el saber alojado en sus hojas de papel.

SĆ­, ya sĆ© que a todo el planeta le ha dado por ā€˜blablaar’ sobre la IA, y no precisamente poco en nuestro mundillo, ecosistema de ciberprotección que incorpora Ć”vidamente a su argumentario los favorables elogios a su uso en el bando correcto. Por supuesto, el incorrecto ya se apresuró tambiĆ©n a descubrirlo y hoy, ahora, lo exprime a conciencia.

Yo, sin embargo, en vez de que esta vez la IA piense por mĆ­, la descarto y voy a ser yo quien piense sobre ella, y por derivada, en esa inquietante consecuencia resultante de su uso: la cesión cognitiva de parte de nuestro acerbo experiencial a un ā€˜tercero’, del que ademĆ”s de su desorbitada supracapacidad y prestaciones, tambiĆ©n se ha constatado su falibilidad, trolerĆ­a y renuencia a mostrar no pocos arcanos de sus gestadores y comercializadores.

En esta cuestión, me viene a la mente nuestro reciente evento TiSEC, en el cual un pujante plantel de intervinientes propició reflexiones de muy elevando rango relativas al devenir de la profesión. En las ponencias el revoloteo de la omnisciente IA -cómo si no- rayó a gran altura en los argumentarios expuestos, emergiendo la necesidad de una mejor y mayor observabilidad para que los oficiantes de la llevanza de la ciberseguridad puedan repeler las colosales afrentas de una ciberdelincuencia despendolada. Y, claro, igualmente megadopada con toda suerte de argucias ā€˜made in IA’.

Como cabĆ­a esperar, hubo loas generalizadas a sus portentosas prestaciones, mayormente en la prometedora capacidad predictiva, pero tambiĆ©n apelaciones al ā€˜sentidiƱo’ de no caer en la sobredepencia de esta tecnologĆ­a sin embridar.

Así, de un lado se evidenciaron las cruciales habilidades para activar, por ejemplo, respuestas autónomas -e inmediatas- de las IAs ante ciberataques y, por el otro, las asombrosas maniobras industrializadas para una automatización en la creación de exploits.

En el brillante combate dialĆ©ctico mantenido entre algunos contendientes, a tenor de los divergentes argumentarios –unos muy a favor y otros bastante menos– respecto de echar mano de las capacidades de la IA en su estado del arte actual, hubo quien se postuló con contundencia por consentir en delegar para ā€˜actuar’ sin contemplaciones (Juan Miguel Velasco), o en alertar de las IAs genuinamente criminales, decantadoras de una lucha asimĆ©trica a su favor (Julio San JosĆ©). En Ćŗltima instancia, la sentencia del CSO de Telefónica Tech hizo temblar a audiencia de la sala: ā€œLa IA puede equivocarse, el CISO noā€.

Dice un proverbio Ć”rabe que ā€œA diferencia del estómago, la mente no avisa cuando estĆ” vacĆ­aā€. Al pensar en las ā€˜sentencias’ de Juan Carlos Gómez Castillo y la proyectada por la sabidurĆ­a oriental, tan lĆŗcida ella, uno tiene la sensación de que le sale humo de la cabeza.

Por cierto, la temperatura de los recintos y recipientes que alojan la alocada actividad de las IAs registra distintos puntos de fusión, pero en general la mayorĆ­a se funden entre los 1.112 y 2.912 grados, Fahrenheit naturalmente. SerĆ” bueno recordarlo –y con ello a Bradbury– si lo que nos queda de actividad neuronal tras tanto delegar nos faculta todavĆ­a a tener cabeza, no ir a ciegas y ser abducidos ante tan candente portento tecnológico.

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